La extinción del hombre culto
DORIS LESSING
Este
tipo de educación, la educación humanista, está desapareciendo. Cada vez más,
los gobiernos -entre ellos, el británico- animan a los ciudadanos a adquirir
conocimientos profesionales, mientras no se considera útil para la sociedad
moderna la educación entendida como el desarrollo integral de la persona.
La
educación de antaño habría contemplado la literatura e historia griegas y
latinas, y la Biblia, como la base para todo lo demás. Él -o ella- leía a los
clásicos de su propio país, tal vez a uno o dos de Asia, y a los más conocidos
escritores de otros países europeos, a Goethe, a Shakespeare, a Cervantes, a
los grandes rusos, a Rousseau. Una persona culta de Argentina se reunía con
alguien similar de España, uno de San Petersburgo se reunía con su homólogo en
Noruega, un viajero de Francia pasaba tiempo con otro de Gran Bretaña, y se
comprendían, compartían una cultura, podían referirse a los mismos libros,
obras de teatro, poemas, cuadros, que formaban un entramado de referencias e
informaciones que eran como la historia compartida de lo mejor que la mente
humana había pensado, dicho y escrito. Esto ya no existe.
El
griego y el latín están desapareciendo. En muchos países la Biblia y la
religión ya no se estudian. (...) Hay un nuevo tipo de persona culta, que pasa
por el colegio y la universidad durante veinte, veinticinco años, que sabe todo
sobre una materia -la informática, el derecho, la economía, la política-, pero
que no sabe nada de otras cosas, nada de literatura, arte, historia, y quizá se
le oiga preguntar: "Pero, entonces, ¿qué fue el Renacimiento?" o
"¿qué fue la Revolución Francesa?".
Hasta hace cincuenta años a alguien así se le habría considerado
un bárbaro. Haber recibido una educación sin nada de la antigua base humanista:
imposible. Llamarse culto sin un fondo de lectura: imposible.
Durante siglos se respetaron y se apreciaron la lectura, los libros, la cultura
literaria. La lectura era -y sigue siendo en lo que llamamos el Tercer Mundo-
una especie de educación paralela, que todo el mundo poseía o aspiraba a
poseer. Les leían a las monjas y monjes en sus conventos y monasterios, a los
aristócratas durante la comida, a las mujeres en los telares o mientras hacían
costura, y la gente humilde, aunque sólo dispusiera de una Biblia, respetaba a
los que leían. En Gran Bretaña, hasta hace poco, los sindicatos y movimientos
obreros luchaban por tener bibliotecas, y quizás el mejor ejemplo del
omnipresente amor a la lectura es el de los trabajadores de las fábricas de
tabaco y cigarros de Cuba, cuyos sindicatos exigían que se leyera a los
trabajadores mientras realizaban su labor. Los mismos trabajadores escogían los
textos, e incluían la política y la historia, las novelas y la poesía. Uno de
sus libros favoritos era El Conde de Montecristo. Un grupo de trabajadores
escribió a Dumas pidiendo permiso para emplear el nombre de su héroe en uno de
los cigarros. (...)Vivimos en una cultura que rápidamente se está fragmentando. Quedan
parcelas de la excelencia de antaño en alguna universidad, alguna escuela, en
el aula de algún profesor anticuado enamorado de los libros, quizás en algún
periódico o revista. Pero ha desaparecido la cultura que una vez unió a Europa
y sus vástagos de ultramar.
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