Cuando se Compraban Discos y Libros en la "Avenida Mella".
Víctor L. Rodríguez
Comprar discos en la Avenida Mella
se puso de moda, pero al principio era como un nicho que conocían unos pocos.
Mi amigo Ivan Fich, que tenía, o debe tener, todos los discos del mundo de la
música pop, soul, y rock descubrió ese mundo y compró discos que él nunca
pensaba tener. Recuerdo su alegría cuando compró el long play de "Tommy James
and the Shondells", del que a mí me gusta la canción "Cristal Blue
Persuasion". Los discos de la Mella no se compraban en las tiendas, sino a
unos buhoneros del disco que los tenían en el suelo, apoyados de la pared por
la puerta del Cine Lido, cuya especialidad eran las películas pornográficas. Mi
amigo Tomás me decía que cuando el no tenía nada que hacer o no había en el
mundo nada que le llamara la atención él se metía en el Lido. Una vez fui con
la que era mi esposa en ese momento para matarle la curiosidad. Recuerdo en esos aprestos me vio con ella uno
de los que fueron mis profesores de derecho y lo salude mientras entraba al
cine a ver una película de cuyo nombre no me acuerdo, porque de las películas pornográficas
a nadie le interesa el nombre ni el idioma. Podían hablar en chino y ninguno los
de cinéfilos asiduos pedía los subtítulos. Los gritos sólo se escuchaban cuando
se apagaba el proyector y entonces unos energúmenos empezaban a gritar al
operador pidiéndole que soltara al “muchachito”. De los cines con
techos, de películas pornográficas, el más terrible era el Apolo, que también
quedaba en la Mella. El Apolo era más barato que el Lido y los bancos eran de
hierro, de los que ponen en los parques. Estos cines de películas pornográficas
fueron los que se inventaron las tandas corridas, se entraba a la primera tanda
a las 5 ó 4 de la tarde y se podía salir a las 11 de la noche en la última,
después de haber visto la película también en la segunda, porque eran tres
tandas. En la Avenida Mella, que sólo es una calle estrecha, también estaban
los primeros vendedores de libros usados. Estaban también en las aceras, y con
ellos se encontraban libros rarísimos, que habían pertenecido a cualquier
erudito trujillista o a un abogado prestante, luego de que los hijos los vendieran por cheles, echando peste por la desgracia de que no le dejaran de
herencia algo más tangible. ¡Quién coño va a vivir con libros!
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