De los fines de una Constitución


VÍCTOR L. RODRÍGUEZ 

En una Constitución se establecen reglas fundamentales que deben sobrevivir a lo efímero, a la pasajera pretensión de eternidad de los detentadores del poder y a los personales delirios de grandeza de los mortales. Las normas constitucionales determinan el alcance de los poderes que la sociedad otorga y ellas, en sí mismas, deben expresar los valores que integran una nación. La discusión en torno a una Constitución no debe ser el plato exclusivo de la inteligencia unilateral de las facciones, ni debe contener sólo la sabiduría de prosapia heroica. En estas reglas fundamentales caben los derechos de los tontos y la sabiduría de los idiotas.

En la discusión sobre la Constitución, poco importan las alabanzas mediáticas al preclaro conocimiento de los expertos, y las anuencias en masa de los diletantes. Cada ciudadano debe examinar la Constitución en su contenido y ver si ésta, de forma sencilla y práctica, puede satisfacer las necesidades ordinarias y extraordinarias de los individuos y del conjunto de estos como organización social. La Constitución debe destacar reglas esenciales que determinen la realización de los valores del conjunto y de las partes de la sociedad.

Una de estas reglas esenciales es que el poder debe estar sujeto a normas, a leyes que limiten su capacidad de truncar la realización de los miembros de la sociedad como individuos y como grupos. También, para crear la posibilidad de que estos límites sean efectivos, se deben disponer los medios necesarios que lo hagan posibles, para que la Constitución no se convierta en meros ensayos de pretensiones teóricas. La consecución de la efectividad de estos límites determina la división de poderes o lo que otros denominan con menos pretensiones autoritarias como la división de las funciones del Estado. Estas funciones de los poderes del  Estado no se legitiman por el sostén de las facultades teoréticas de la habilidad educada, sino por su capacidad para la realización del bien común.

La Constitución debe poner límites al poder fáctico que da la opulencia preeminente, procurando la realización de la noción de igualdad entre los dominicanos, dada por la justicia. Si nada de esto es posible, importa poco la unidad nacional y la permanencia del Estado Dominicano porque para cada sujeto esto tiene un valor diferente que depende mucho de sus circunstancias.

Establecer reglas esenciales para la consecución del bienestar de todos debería ser el objeto de una Constitución, y no tener como fin fundamental potenciar la preeminencia cuasi monárquica y absoluta del Presidente de la República, declarándolo el símbolo de la unidad nacional y de la permanencia del Estado. La unidad nacional y la permanencia del Estado Dominicano deben sustentarse en algo más que evocaciones simbólicas. En la posibilidad de que cada dominicano pueda realizar en este país sus propósitos legítimos y ser dueño de sus logros con plenas garantías de disfrute.

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